A mí me temblaba cada centímetro de mi cuerpo. Estaba cagada del susto, pero por fin salió de mi boca la primera frase: “No tengo una pregunta, tengo muchas y, primero que nada, tengo que decirle que estoy muy nerviosa. No sé muy bien ni cómo abordar el tema; no sé si lo pueda creer, pero es la primera vez en mi vida que alguien me hace una propuesta de este tipo”.

“Te entiendo y lo sé Diana, es evidente. No te preocupes que acá llegamos hasta donde tú quieras, puedes confiar en mí, trata de relajarte y piensa que estamos hablando de negocios, nada más. Hazme todas las preguntas que quieras”. No sé qué tenía el señor Chile, a quien llamaré de esta forma por obvias razones, pero me calmaba, me transmitía paz a pesar de lo oscura que fuera su proposición. Lo miré fijamente, boté un suspiro y le dije: “¿En caso de aceptar nos iríamos para su habitación ahora mismo? ¿Y estamos hablando de pasar la noche entera?”.

Me miró y con esa sonrisa espectacular me dijo: “No, Diana. No sería esta noche. Desafortunadamente tengo un compromiso más tarde y no puedo. Sería mañana en la tarde. Yo viajo en la noche así que no tengo mucho tiempo. ¿Tu estarías disponible o ya tienes compromisos?”. Bajé mi mirada, suspiré de nuevo, lo miré y le dije: “10.000”. Apenas terminé de pronunciar esa cantidad se me secó la boca, sentía que no iba a poder pronunciar ni una sola palabra más, sentía como si alguien me estuviera apretando la garganta de un modo que no puedo explicar y la taquicardia no era normal. Sentía que el mundo se me movía; cómo será que hasta pensé que el tipo me había echado algo en la copa de vino que me estaba tomando, pero no. Era el susto tan cabrón que atrapó mi cuerpo y mi alma al mismo tiempo. Yo creo que me estaba dando como una especie de ataque de ansiedad o algo por el estilo. Muy disimuladamente cogí el vaso con agua que estaba al frente mío y me tomé un sorbo. Sentí como lo que puede ser el efecto de un extinguidor apagando un incendio. Ese hilo de agua helada que bajó por mi garganta mágicamente me abrió la tráquea, esófago, pulmones, todo. Respiré profundo y logré estabilizarme.

El señor Chile me observaba de un modo que no puedo explicar; es como si me estuviera analizando. Tomó con una elegancia esa copa de vino, bebió un poco, me miró de nuevo y me dijo: “Hecho”. Cogió su celular como para revisar algo, me miró una vez más y con un tono serio y determinado me dijo: “Fue un placer Diana. No te quito más tiempo, nos vemos mañana acá a las 3:00 p.m. Espero tu propuesta en los próximos días, cuanto antes mejor”. Se levantó de la mesa, me dio la mano, sonrió, se dio la vuelta y con un ‘hasta mañana’, se fue.

Y yo: ¿Qué? ¿En serio esto acaba de pasar? ¿Hecho? ¿Pero como que ‘hecho’? Yo en el fondo había pensado que si le lanzaba esa propuesta él me iba a decir que si era que estaba loca o qué. Digamos que el debate que se armó entre mi consciencia y la razón, si, como la canción de Gilberto Santa Rosa, de una manera extraña, me había proporcionado la opción de sugerir una cantidad que cualquiera hubiese rechazado. A ver, yo me mantengo bien, soy una mujer bonita, o al menos eso siempre me han dicho, pero no soy una reina de belleza, y sobre todo ya en los 40s. No estamos hablando acá de una modelo de 20 años que no se le mueve nada, que tiene la piel de durazno y que sobre todo no ha tenido dos hijos. Yo estaba convencida de que me iba a decir que no, pero caí en la trampa o en la tentación del juego y me dejé llevar para ver qué tan lejos podía llegar y ahora estaba ahí sentada sola en esa mesa con las piernas temblando y con una sensación horrible dentro de mí; me condenaba y sin haber hecho nada, me sentía sucia, deshonesta, desleal. No veía nada a mi alrededor, aunque había mucha gente. Todo era turbio, impreciso, oscuro como la base en la que se habían apoyado mis principios desde siempre.

Finalmente me levanté de esa mesa y me fui hacia el bar, me senté en una silla y pedí un gin tonic. Me sentía como en una escena de una película. La vieja con el recato envolatado que trata de buscar la moral perdida en un trago. Para completar, de fondo en el bar estaba una canción de Moenia que se llama ‘Lado Animal’; parecía que todo confabulaba en contravía.

No podía evitar sentirme como una piltrafa. Se me pasaron mil cosas por la cabeza en ese momento. Cómo será que hasta me transporté al mundo de las mujeres que se dedican a la prostitución, pensaba en lo infelices que tendrían que ser sus vidas. Pero había algo ahí que me separaba de ellas: esa comunidad en la que yo estaba pensando era en las que caminan las calles diariamente y que, en muchas ocasiones, son obligadas, hacen parte de redes de trata de personas, o en otro caso que no es que sea mejor, no tienen otra opción, viven en la pobreza y tienen hijos y familia para mantener. Siempre me he sentido incapaz de juzgar a las prostitutas porque lo que hay detrás de ese mundo es un compendio de injusticias sociales que no viene al caso analizar. ¿Pero yo qué tenía que decir? ¿Cuál era mi caso? ¿Qué era lo que me había arrojado a esa ese cuarto oscuro al que jamás pensé que podría entrar?

Las respuestas sí llegaban. Me resistía a creer que iba a tener que someterme a interrogatorios inquisidores por parte de mi familia y amigos si se evidenciaba que no estaba ganando tanto dinero como hacía creer con mi agencia. Quedaría en tela de juicio mi profesionalismo, todos los años de trabajo en esa empresa y mi imagen. ¿En qué me iba a convertir? ¿En el hazmerreir de todo mi círculo? En objeto de miradas lastimeras que se esconden en un halo de satisfacción porque me he dado cuenta de que a muchos les gusta ver fracasar a los demás para después reunirse y chismosear sin compasión alguna de lo mal que le fue a sutaneja con su emprendimiento, seguido de frases como: “Pero es que yo no entiendo a qué hora tuvo esa gran idea de irse de semejante empresa tan buena” “Es que la gente se busca los problemas”. “Y ahora como está la situación de complicada tomar una decisión tan arriesgada es de verdad un error” “Pobrecitos de verdad, menos mal que Manuel tiene un buen cargo, al menos les queda eso”.

Me daba urticaria, se me retorcía el estómago, me daban náuseas de pensar en ese corridillo. No podía soportar un reclamo, un “te lo dije”, un gesto pesaroso de gente que ni siquiera me iba a ayudar a mejorar ni mi vida, ni mi trabajo, ni mi salud mental de ninguna manera. Me reventaba pensar en eso. Y acá no se trata de: “Ay Diana, debes ser más positiva, no puedes pensar así de mal; a lo mejor te sorprendes y no obtienes esas reacciones”. ¡Jah! ¡Y mil veces Jah! ¡Nunca! Conozco como la palma de mi mano a mi gente y sé lo que se me venía encima porque es lo que he recibido toda la puerca vida y no quería una sola milésima de segundo de esas sensaciones. No y mil veces no. Todavía podía arrepentirme, obvio. Podía llamar al señor Chile y decirle que lo sentía mucho pero que no era capaz y estoy segura de que me iba a entender. Al mismo tiempo pensaba que esos 10.000 dólares me iban a dar una inyección importante, que iba a poder implementar algunas otras herramientas para seguir creciendo e incluso pensar en algún plan de formación o participación en eventos internacionales que me dieran un estatus mucho más elevado. Me terminé mi gin tonic y le dije al barman que me diera la cuenta. El hombre me miró todo picarón y me dijo que mi trago ya estaba pago. De nuevo empecé a mirar a mi alrededor como una loca paranoica bajo el efecto de un adderall, me puse pálida. Le pregunté que quién había pagado y me dijo que el señor Chile. Quedé fría, pero seguía mirando, mejor dicho, hagan de cuenta la escena de ‘El exorcista’ cuando a esa niña del demonio le da vueltas la cabeza. Le pregunté al barista haciéndome la ultra relajada que si era que él estaba por ahí y me dijo que no, pero que le había advertido que, si yo iba al bar y pedía algo, él se haría cargo de la cuenta. Me dijo: “Es más, si quiere tomar o comer algo más, todo lo cubre el señor Chile”. Yo me sentía en la dimensión desconocida; no me salían las palabras, balbuceaba como una tarada, es que hasta se me salieron las babas. No, me volví un ocho; lo peor es que no dejaba de mirar para todas partes, hasta debajo de la barra. Yo creo que ese barman de verdad pensó que estaba drogada o que no era normal. El caso fue que muy querido me insistió en que si quería ordenar algo, le dije que por favor me diera un vaso de agua y nada más. Es que yo no estaba acostumbrada a esas cosas.

¿Cómo tenía que comportarme? ¿Qué tenía que decir? ¿Cómo debía moverme? No, qué cosa tan rara, Dios mío. Ese hombre me dio el vaso con agua y yo me lo tomé como si acabara de salir de un desierto. Me daban unas ganas de ponerme a hablar con el barman, le quería hacer tantas preguntas. Estaba segura de que él sabía mil historias y que había sido testigo de quién sabe cuántas mujeres que se habían paseado por ahí con sus clientes. Es más, se me vino a la mente que talvez no era la primera vez que el señor Chile se hospedaba en ese hotel; a lo mejor lo conocía, quería saber cuántas mujeres se había llevado para el cuarto. Cayó la última gota de agua que había en ese vaso dentro de mi boca, puse el vaso en la barra, le agradecí al amigo del señor Chile y antes de cagarla más, me paré y me fui con el objetivo de irme a negociar con mi almohada.

Cuando llegué a mi casa saludé, nadie contestó. Me tocó gritar; Daniela bajó, me saludó, le pregunté que si había comido, me dijo que si, hablamos del colegio, de sus carreras, brevemente me dijo que todo andaba bien. Le pregunté que si el papá ya había llegado, me dijo que no y que Mateo estaba en su habitación con un amigo. En ese momento recibí un mensaje en mi celular, era Marce: “Mi Dianis hermosa! Qué felicidad haberte visto. Ni creas que te voy a dejar escapar, dime ya cuándo tienes tiempo para que nos encontremos. Para mí es más fácil en la noche, podemos ir a comer a alguna parte. Dame fecha y hora porque no quiero que nos perdamos, tenemos mucho de qué hablar. ¡Un abrazo!”. Talvez ese encuentro fue lo mejor que me pasó ese día y en ese momento no tenía ni idea de la razón por la cual Marcela había regresado a mi vida.

Antes de contestarle, me fui para el cuarto de Mateo. Obviamente la puerta estaba cerrada. Golpeé, me contestó super querido: “¿Qué pasa?” Le dije: Mateo, soy tu mamá, ¿puedo entrar? ¿Con quién estás? “Ya va”. Me dijo. Esperé ahí parada como una portera hasta que se decidió a abrirme. Quedé boquiabierta con lo que me encontré.