Cuando me doy vuelta el señor Chile está caminando hacia mi con una sonrisa de oreja a oreja, vestido impecable; su olor me alcanzó primero que él. Yo estaba paralizada. Se acercó con toda la tranquilidad, me tomó de un brazo, me dio un beso en la mejilla y me dijo: “¿Te vas? Vine a buscarte porque supuse que estabas llegando. ¿Estás bien?” Le dije que no, que me quería ir, que era un error lo que estaba haciendo y que sentía que no era capaz. Me miró fijamente a los ojos y me dijo que me entendía y que no había ningún problema, pero que me veía algo pálida, que por favor lo dejara acompañarme hasta el bar para tomarme un té. Yo solo quería escapar de ahí pero era cierto, no me sentía bien, estaba aterrada, sudando frío y temblando. Me tomó dulcemente del brazo y con un ‘vamos’ decidió por mi porque en ese momento no estaba entendiendo nada.
Nos sentamos en una mesa al frente del bar, ordenó un té y para él pidó una copa de vino. Me dijo que lo disculpara, pero que había estado en un almuerzo super aburrido y que quería tomarse algo más que un café. Yo no hablaba, solo lo miraba y no podía creer que estuviera sentada al frente de un hombre tan guapo, tan encantador, tan sexy y que se hubiera fijado en mi. Como que no terminaba de asimilar la situación. El con esa elegancia se tomaba su copa de vino y yo como podía cogía ese pocillo hirviendo con ese té que parecía lava de un volcán.
“¿Cómo te sientes? ¿Estás más tranquila?”, me preguntó con dulzura. Finalmente salieron de mi boca las palabras. Le dije que si, que me sentía mejor, que por favor me disculpara pero que me había entrado un pánico o no sé qué cosa. Que se me había venido el mundo encima y me sentí la peor mujer del mundo por haber aceptado su propuesta. Se tomó un sorbo de vino, sonrió y me dijo: “No te vayas a ofender pero verte así me conmueve y de alguna forma hizo que me gustaras aún más. Te entiendo, hermosa. No tienes que disculparte; en mi defensa, porque no quiero parecer un desalmado, si tuviera el tiempo, si pasara más tiempo acá, me dedicaría a conquistarte. Y, cuidado, no creas que es que verte escapar hizo que te convirtieras en un reto, no. Desde ayer cuando te vi por la primera vez me pareciste divina, pero además encantadora y cuando empezaste a hacer tu presentación, verte tan segura de ti misma, tan determinada, tan profesional, de verdad me sedujiste en un segundo. Cuando me fui a recibir esa llamada, después de haberte hecho la propuesta pensé que me había equivocado; me dio miedo pensar que no había tenido que hacerlo de esa manera porque de verdad me gustaste mucho y ofrecerte dinero iba a hacer que te fueras o que incluso, me odiaras. Así que te entiendo y no tienes por qué disculparte. Yo no me siento orgulloso de hacer este tipo de cosas; es muy bajo dirían muchos. Es solo que por eso busco hacer este tipo de contratos con mujeres que no dependan de ese dinero para solventar sus necesidades porque así al menos me libera de una culpa con la que no podría cargar que es aprovecharme de una situación de vulnerabilidad”.
Ahí salté yo como un león y le dije: “Y qué te hace pensar que yo no estoy en una situación vulnerable?”. Y con esa sonrisita que cada vez me mataba más me dijo: “Todos de alguna forma nos encontramos ahí. Somos seres humanos, nos mueven las emociones y este mundo cada vez es más agresivo como para permanecer en una misma línea, pero una cosa muy distinta es la vulnerabilidad que resulta de la desigualdad social, que en nuestros países es tan común. Pensar así no me hace mejor persona, pero al menos no estoy poniendo al límite a una persona en una situación en la que no tiene alternativa. Tú la tienes, es más, te estabas yendo y si todavía te quieres ir eres libre de hacerlo y no pasa nada. Hay mujeres y personas que no tienen otro chance.”
Boté un suspiro que llegó hasta el cielo y le dije que lo acababa de decir me hacía sentir más mal todavía porque evidenciaba que lo que me motivaba a aceptar esa propuesta era la ambición y que eso no me hacía un buen ser humano. Se incorporó en su silla y me dijo: “Todos somos ambiciosos Diana. ¿Lo que me estás queriendo decir es que solo te mueve la ambición? ¿No te sientes atraída por mí ni un poquito?” ¡Ah, no! Pero quién dijo miedo! De la nada mi espontaneidad me delató y me dejó ahí en vitrina. Primero solté una carcajada y después con un desparpajo complementé: “Pues obvio que me siento atraída, pero cómo no, quién no, ¡por Dios! ¡Tendría que estar ciega y loca!” Apenas terminé de decir la última palabra me di cuenta que me había pegado una boletada tenaz pero como que no me importó. De alguna forma, eso me hizo sentir mejor. El soltó una risotada y si hasta ese momento, cada vez que se le asomaban esos chicles adams yo sentía que le quería pasar la lengua para ver si eran de menta o de yerbabuena, cuando le vi esa boca entera y todo su complejo dental, incluídas las cordales, quise estar ahí metida. No sé qué cara hice, pero él sin dudar un solo segundo se me acercó y me dijo: “Va mi habitación ya que te voy a acabar en esa cama”.
Yo sentí que me me iba a dar un patatús, pero como si estuviera ‘emburundangada’, sin pensar le dije que si. ¡Ay, Mk! Empecé a tener una conversación conmigo misma mientras caminaba a su lado y nos dirigíamos al ascensor. ¡Diana, por Dios! ¿Esto es en serio? O sea, ¿te vas a acostar con este hombre en cuestión de minutos y vas a salir de ese cuarto con 10.000 dólares en la cartera? ¿Y tus hijos? ¿Tu familia? ¿Tu dignidad? Me hacía todas esas preguntas, pero seguía avanzando con determinación; es más, quería llegar a esa habitación y deseaba ver qué era lo que me iba a hacer ese hombre. Apenas entramos, me arrinconó contra la pared, se me acercó, se alejó, me acarició, me tocó, me miraba, hacía ese amague delicioso de querer besarme pero solo abría su boca y la pegaba contra la mía y después se alejaba. Yo ya ahí prácticamente estaba a punto de estallar. Con una maestría impecable me quitó la ropa y yo me rendí. Se me olvidó todo y solo lo veía a él. Se desvistió en tres segundos. Es que cada centímetro de ese cuerpo era un regalo; era perfecto. No era un hombre musculoso y menos mal, pero si tenia su físico marcado y reservado para que una mujer como yo, llena de miedos e inseguridades lo viera como un refugio, un lugar seguro y sobre todo, solo mío,
Ese hombre no me hizo el amor, no me comió, me devoró toda. Me exploró hasta el último rincón de mi cuerpo olvidado, un cuerpo que yo también había postergado y que ya no reconocía. Sus manos alarmaron cada poro, cada pequeña y grande cosa que se había acumulado en mi humanidad durante quién sabe cuánto tiempo. Me sentí viva otra vez, llena de energía, feliz, bonita, ¡hp! ¡Me sentía una diosa! De dónde había salido este señor Chile, ¿cómo era posible que le vida me hubiera traído un contrato de semejante dimensión? En un suspiro nos fuimos los dos de viaje por un momento, nos quedamos sin aire, solo nos mirábamos fijamente como si detrás algo estuviera haciendo presión para no perder ese contacto visual mientras teníamos el más intenso de los orgasmos que yo haya podido experimentar en años. Volvimos y las respiraciones entrecortadas hacían un mix con algo de armonía, me acarició la cara y me dice: ¿De dónde saliste? ¿En dónde te tenían enjaulada? Yo lo miré, sonreí y me daban ganas de decirle que más bien él quién era, por qué se tenía que ir, quería pedirle a gritos que se montara encima mío otra vez, que no me dejara. Obviamente me quedé muda pero yo sentía la intensidad del brillo de mis ojos. Se acercó, me dio un beso y se levantó de la cama, se fue para el baño; yo mientras tanto me paré como un resorte y me vestí en tres segundos. Cuando salió me miró y me dijo que se tenía que alistar para viajar, pero que esperaba mi propuesta con urgencia porque tenía afán de empezar a trabajar en ella, que había pasado un rato maravilloso conmigo y me agradeció infinitamente.
Yo estaba muda. Terminé de arreglarme y me fui para el baño, cerré la puerta, hice chichí, medio me limpié la cara, me miraba en el espejo y no podía creer lo que acababa de pasar; tenía en mi rostro una sonrisita toda maricona. Me sentía realmente extraña. El caso fue que salí, él tenía puesta la bata de baño, se me acercó, me dio un abrazo y me dijo que esperaba que me fuera bien, que seguíamos en contacto. De pronto abre un maletín, saca un sobre y me lo entrega. ¡Dios mío! ¡Mi paga! Mi billete por el cruce, por los servicios sexuales. Me tembló la mano. El notó mi incomodidad y me dijo: habíamos llegado a un acuerdo y yo estoy cumpliendo; recuerda que esto es un contrato, delicioso, pero al fin contrato. Sonrió y cuando yo veía esos dientes se me arrugaba hasta la poca dignidad que me quedaba. Cogí mi sobrecito y lo guardé en mi cartera. Me despedí, le dije que estaría en contacto pronto y salí de esa habitación.
Lo que sentía era un mix de emociones. Caminaba, o no, flotaba por ese corredor camino al ascensor. Llegué al parqueadero, me subí al carro y abrí discretamente el sobre y alcancé a ver el manojo de billetes. No puedo negar que me corrió una emoción increíble por el cuerpo, me dio una felicidad infinita. Con cuarenta millones de pesos una que otra cosa podía hacer. ¡Hp! ¡Qué dicha! Arranqué en ese carro y salí de ese hotel como alma que lleva el diablo. Ya llevaba un rato manejando cuando recibo un mensaje de voz en mi celular. Era el señor Chile. Casi me da algo, le doy flechita y me dice con esa voz sexy: “Hola Diana, encontré tus anillos en el baño; yo ya voy de salida para el aeropuerto, te los dejo en un sobre en la recepción a nombre tuyo. Te aconsejaría que vengas por ellos cuanto antes. Un beso grande hermosa.”
Casi me orino. ¡Mi argolla y mi anillo de compromiso! Lo único que me pongo y que jamás me quito. Me miro la mano y claro, cuando me metí en el baño, me los quité para lavarme las manos y la cara. Me devuelvo como una loca frenética para ese hotel, me encontré con mil trancones, por fin llegué. ¡Me bajo corriendo, voy directo al lobby cuando volteo a mirar y no puedo creer a quién tengo al frente mío! ¿Qué? ¿Pero podré ser más cagada?