Tuve que acomodarme bien. Estaba convencida de que no le había entendido. Le dije: “¿Cómo? Creo que no le entendí”. Me dijo con esa vocecita toda sexy: “Claro que me entendiste Diana, te dije que te quitaras la camisa, tengo ganas de verte, no he hecho otra cosa que pensar en ti”. Yo no terminaba de digerir lo que me estaba diciendo. De pronto como reaccioné y le contesté: “Pero yo pensé que esto era para hablar de la propuesta y de sus inquietudes. No entiendo muy bien qué está pasando, y para ser sincera, me siento un poco incómoda”. Me dijo que mi propuesta estaba perfecta, que había sido aprobada, que su asistente estaba preparando todo para traer todo listo para la firma, que si ella tuviera duda, se comunicaría conmigo. Sonriendo me dijo que se moría de ganas de verme, pero que si me decía eso, de pronto yo le iba a decir que no.
En realidad, me cayó mal esa actitud de él. Me dio rabia. El notó mi molestia. Me dijo: “Diana, por favor perdóname, no quería incomodarte, y sé que no estás obligada a hacer esto, no creas que me quiero aprovechar solo porque nos acostamos. Para serte sincero, me sentí tan bien, me gustó tanto estar contigo, que creí que podía tener la confianza para hacerte esa pregunta. Se me pasó que de pronto podías estar en el mood para tener sexo virtual y adelantarnos un ratico para lo que viene la próxima semana”.
Yo quedé pálida y ahí sí que me tocó hablar. Le dije: “Bueno, la verdad ya que estamos hablando de esto quisiera aclarar ciertas cosas: ¿Es que usted tiene intenciones de volver a estar conmigo? ¿Y el hecho de haberlo hecho, incluye este tipo de encuentros virtuales o se pagan aparte? ¿Usted de verdad está interesado en trabajar conmigo o está haciéndome perder el tiempo solo para sus juegos sexuales? ¿Cómo funciona esta relación contractual con usted? ¿Y dónde está? Ahora que lo pienso parece un cuarto de hotel. ¿Se fue a un hotel para tener una reunión conmigo?” Me sentía como en 50 sombras de Grey y no había una cosa más patética que esa. No faltaba sino eso, como si mi vida ya no fuera demasiado entretenida, ahora me resulta este loco adicto al sexo.
Pues este señor con toda la seriedad del caso me dice: “Entiendo que te haya tomado por sorpresa, pero no es necesario tu tono y mucho menos que me trates como si fuera un enfermo. Si, Diana, estoy en un hotel porque estoy en Buenos Aires trabajando. Siento mucho si te sentiste ofendida. Ahora te dejo porque se presentó una urgencia en mi empresa y me están llamando por todas partes. Que estés bien y hablamos en estos días.” Me colgó. ¡Mierda! El señor Chile tiene su orgullo y su dignidad. Me mandó pa’ la porra. ¿Y ahora? Pensaba yo. Qué tal que ahora se ponga retrechero y no quiera hablar más conmigo, empecé con la lista de los ‘qué tal’.
En ese momento entró la señora del aseo, me hizo unas preguntas y tuve que ir a explicarle dónde estaban algunas cosas para que continuara con sus tareas. Me dijo que si debía cocinar, le dije que si, que preparara el almuerzo para las dos. Le di las indicaciones y regresé al estudio a seguir empeliculada con la reacción del señor Chile. Pasó como una hora y media mientras alternaba mis actividades. Empecé con la presentación para Mr. Brasil, seguí con la de Chile, me metía a Facebook, saltaba a Instagram, me di un paseo por tik tok. Mejor dicho, estaba super ocupada cuando me llama de nuevo la señora que estaba en la habitación de Daniela para decirme que quería mostrarme algo.
Entro y la encuentro con una caja de pastillas en la mano. Le pregunto qué pasa, me dice que había recogido estas pastillas del piso, que estaban debajo de la cama de Daniela. Me dice que son unos laxantes. Yo me quedo sorprendida, le digo que me parece muy raro. Ella sin pensarlo dos veces me dice sin anestesia que en su anterior trabajo la hija de su jefa, que tenía 19 años, tomaba de esos laxantes porque quería adelgazar, y que la niña tenía un problema con la comida. Que ella personalmente le había encontrado bolsas de vómito escondidas en el closet. Se podrán imaginar mi cara. Le dije que me parecía una cosa horrible, que éste no era el caso, que mi hija tenía 12 años, estaba divinamente y que no había ningún problema. Ella insiste y me dice: “Señora, perdón que me meta, pero yo de usted averiguaría bien por qué su hija tiene esas pastillas. No espere a que eso se vuelva un problema muy grande. Me da pena decirle, pero yo me fui de esa casa, o, mejor dicho, me echaron porque la situación se volvió imposible por la enfermedad de esa niña. Está en los huesitos.”
Yo salí de ese cuarto aterrada pensando que a esa señora la habían echado de ese trabajo por metida. Así somos las mamás, mucho más cuando se trata de enfermedades o de temas que no conocemos mucho. Es obvio que había oído hablar de los desórdenes alimenticios, pero en realidad, nunca me había detenido a investigar, ni a enterarme mucho sobre el tema. Para mi era impensable que Daniela tuviera un problema semejante. Uno asocia el tema con que las personas no comen o vomitan. Y Daniela comía y no vomitaba entonces no entendía por qué debía preocuparme. Ahora, si, lo de esas pastillas era raro, pero sabía que debía haber una explicación lógica. Estaba segura de que las razones me iban a satisfacer y que iba a seguir la vida como si nada. No estaba recibiendo, ni viendo, ni escuchando nada de lo que la demás gente trataba de advertirme y me molestaba que me dijeran cosas de ese estilo como si conocieran a mi hija más que yo. La verdad era que sí. Yo estaba tan concentrada en mí, en mi empresa, en mi éxito y en Manuel, su novia y su vida oscura, que me había olvidado de lo importante. Creía que bastaba estar medianamente presente en la vida de mis hijos y no calculé que habían entrado en una etapa en la que, sin duda, necesitaban mucho acompañamiento y sobre todo mucha más atención. ¡Ah! ¡No! pero la señora Diana estaba pensando en los huevos del señor Chile y en que se había emputado y que de pronto se le iba a ir su gallina de huevos de oro. En ese momento andaba con mi cabeza en otro lado.
Total, en medio de mis múltiples e importantes ocupaciones me llama el ser que más repulsión me causaba: Manuel. Con ese tonito de pendejo me dice que va a recoger a Daniela al colegio después del entrenamiento, que le pidió a Mateo que lo esperara y que se van los tres a comer. Que me fuera tranquila a mi comida con Marcela. Me causó más rabia que sorpresa su idea. Lo primero que se me vino a la cabeza es que hace planes cuando yo no estoy, aunque obviamente yo no tenga ni cinco de ganas de compartir nada con él, pero así somos las mujeres. Le dije que bueno, que nos veíamos entonces más tarde.
Así terminó de pasar el día, le escribí a Marcela diciéndole que ya estaba saliendo para el restaurante, me contestó super emocionada con un emoji y un ‘Ya nos vemos, ¡qué dicha!’. Todo lo que tuviera que ver con ella era alegría, me hacía sonreír de manera legítima, me sentía cómoda; esas sensaciones me confirmaban que era una persona que no podía dejar ir de nuevo. Yo no sé por qué uno en la vida insiste con la gente que le chupa hasta la sangre y a veces por cosas superfluas se aleja de quien siempre le ha hecho bien. Como sea, aunque yo estaba muy contenta de verme con ella, sabía que no podría contarle en lo que andaba, mi vida era como tan caótica, tan aburrida y ahora tan cuestionable, que no se me pasaba ni un segundo por la cabeza abrirme con Marce, me daba pena.
Estaba en un semáforo ya muy cerca del restaurante cuando me llega un mensaje. Doy una ojeada y me doy cuenta de que es el Señor Chile. El semáforo cambió, me tocó arrancar, sin embargo, haciendo lo que no se debe – manipular el celular mientras uno va manejando -, abro el mensaje y casi me estrello: ¡Este tipo qué putas! ¡No puede ser!