Cuando abrí los ojos estaba en una camilla con un doctor al frente mío. Me desperté super angustiada preguntando si Daniela se había dado cuenta de algo, me dijeron que no, que tranquila, que la niña estaba dormida. Me explicaron que se me había bajado la tensión, que cómo me sentía, le dije al médico que sin duda el estrés me había ocasionado ese bajón, pero que estaba bien. Me senté, tomé aire y me fui a acompañar a mi niña. Mi mente no paraba, me llegaban pensamientos de todo tipo a mi cabeza y no sabía ni siquiera cómo empezar. Esa situación con Mateo me parecía gravísima; mejor dicho, una cosa era más delicada que la otra. Necesitaba ayuda urgente. Llamé a Marcela, le conté por encima la última novedad y le dije que sentía que no podía con todo esto, que me urgía una guía, orientación, alguien que me acompañara en este proceso y me dijera qué y cómo tenía que abordar todo esto que me estaba pasando. Marcela me dijo que una de sus amigas más cercanas era una psicóloga excelente, que la iba a llamar para ver si al día siguiente me podía recibir y que ella vendría temprano a la clínica a estar conmigo; me dijo que entendía mi angustia, mi desespero, pero que íbamos a encontrar la forma de salir de todo esto. Me sentí un poco más tranquila y solo pensaba en el momento en el que todo hiciera parte de un pasado que no quisiera nunca recordar y recuperar mi familia. No podía dejar de llorar. Me atravesaba un dolor en el alma y toda la noche estuve con esa espada clavada pidiéndole a Dios, a la divinidad, al universo, a quien fuera, que me arrancara esa angustia y me permitiera ver por dónde comenzar a resolver lo que de alguna manera yo misma había construido.
Manuel me llamó temprano al otro día. Me dijo que había pedido una licencia en el trabajo por un mes. Con todo lo que estaba pasando era mejor para todos que él estuviera concentrado en su recuperación y en la forma en la que íbamos a gestionar las cosas con Mateo y con Daniela. Me dijo que venía para la clínica con Mateo, que no lo iba a mandar al colegio. Teníamos que hablar con él. Yo me quedé de una sola pieza, pero pensé que era lo mejor. Al rato llegaron; Mateo tenía la cara descompuesta. Daniela estaba más recuperadita, con más fuerza, le llevaron el desayuno y ahí por primera vez vi la angustia que le generaba comer cosas que no estaban en la dieta que ella se había inventado en su cabeza. Estuvimos hablando un rato los cuatro. La niña se había asustado mucho con lo que había pasado y eso la había llevado a decirnos que quería estar bien; se puso a llorar, nos dijo que no pensaba en otra cosa que no fuera la comida y la obsesión de subir de peso y que estaba cansada, pero que no sabía cómo deshacerse de estos pensamientos, que ella entendía que le hacían daño y que lo único que quería era tener una vida normal. En ese momento entró el médico, la revisó, nos dijo que había visto los resultados de los últimos exámenes, que sabía que la doctora ya me había explicado de qué se trataba todo esto, que la podía dar de alta, pero que era urgente que iniciara un tratamiento. Le dije que sí, que lo sabíamos, yo ya había pedido la primera cita en uno de los centros que me había recomendado la doctora y estábamos listos para empezar.
Viendo que iban a dejar salir a Dani, decidimos esperar para hablar con Mateo en la casa. El estuvo de acuerdo. Llamé a Marcela, le dije que no hacía falta que se fuera para la clínica, que hablábamos más tarde, me dijo que estaba perfecto, pero que su amiga ya estaba informada y que estaba lista para atenderme porque entendía la urgencia. Le agradecí y le dije que le avisaba apenas me liberara de lo de Mati. Finalmente salimos de la clínica. No sentía las piernas del cansancio que tenía, estaba destruida, pero sabía que debía llenarme de fuerza. Llegamos a la casa, acompañé a Dani a su cuarto, se puso la pijama, se metió en su cama y se puso a ver una serie. La vi relajadita, así que la dejé y bajé a la cocina. Estaban Manuel y Mateo sentados en silencio. Los miré y dije con toda tranquilidad: “Bueno, Mati, ¿nos quieres contar lo que está pasando? Me miró y me dijo: “Si, mamá. La realidad es que ahora lo que más se ve en las fiestas y en las reuniones con amigos son las pepas. Pensé que como todos decían que era super cool, que era una sensación increíble, me dio curiosidad y una vez probé una y no me gustó lo que sentí, me dio susto, me puse nervioso y pues me envideé re feo así que no quise intentar más. Es que yo con esas cosas como que no, también probé la hierba y no, aparte del hambre que me dio, me altera mal, o sea, no me pone feliz. Total, a mí esas cosas no me gustan y pueden estar tranquilos porque no consumo. Pero lo que veíamos con Reyes y con otros es que todo el mundo se gasta un montón de plata comprando esas pepas entonces nos pusimos a averiguar dónde se podían conseguir o cómo se podía hacer y en internet encontramos un proveedor que está en Europa y las manda a todas partes. Empezamos a comprar poquitas, pero las vendíamos super caras y super fácil. Para comprarlas la primera vez yo les cogía plata a ustedes y después empezamos a ganar mucho billete con esa venta. Nos pareció divertido y encima, nos volvimos medio populares. Digamos que todos saben, pero nadie dice nada porque son muchos los que se meten esas pepas. Reyes también, pero no se pone tan loco. Los profesores no saben de esto, es que como que todos nos tapamos, pero resultamos vendiendo a mucha gente de otros colegios y hasta gente que está en la U”.
Manuel y yo nos mirábamos mientras Mateo hacía este relato tan escabroso. Le pregunté que si él era consiente de la gravedad de la situación. Me dijo que ahora sí, que eso que le había pasado a Daniela lo había hecho pensar porque en el colegio también había un micro tráfico de laxantes para las niñas que estaban teniendo los trastornos alimenticios, que a él nunca se le había pasado por la cabeza que Daniela estuviera pasando por eso y que verla así lo había asustado mucho. Ahí se había dado cuenta que todas esas pepas podían hacer daño y que nunca se hubiera perdonado que algo malo le pasara a alguien a quien él le hubiera vendido una. Le dije: “¿Pero tú sabes que ese es un riesgo latente porque todos los organismos son diferentes y no sabes cómo puede reaccionar una persona la primera vez que consume una pastilla de esas? Se puede morir Mateo, se puede morir. Y no hablemos del delito que estás cometiendo, esto te puede llevar a la cárcel; no creo que sea allí donde quieres terminar. Es que es tan grave lo que estás haciendo que no creo que hayas dimensionado la cosa”. Me dijo que si, que lo sabía y que no quería seguir haciéndolo; que no pensaba que Carla supiera, que eso lo hizo pensar que Daniela también estaba enterada y le daba pena. No quería que su hermanita lo viera como un delincuente o una persona mala.
Yo me puse a llorar otra vez. No podía con tanto. Mateo me abrazó, me pidió perdón, me dijo que no quería verme así, que tenía miedo y que no quería ver a su hermana enferma, que seguro todo estaba pasando por culpa de él. Me partía el corazón ver a mi hijo cargándose una culpa que no le pertenecía, cómo podía un niño que apenas está empezando a vivir sentir que es el responsable de lo que está pasando en su familia. Cómo hacía yo para explicarle que habíamos sido nosotros que los habíamos dejado tanto tiempo solos, que estábamos tan ocupados pensando en estupideces que no fuimos capaces de darnos cuenta de lo que pasaba en sus vidas, en sus cabezas, en sus corazones. No sabíamos cuáles eran sus miedos, qué querían, qué buscaban, a qué le temían o de qué escapaban, qué les faltaba, qué extrañaban, qué sabían, qué intuían. No sabíamos absolutamente nada. Lo abracé, le dije que no tenía que sentirse culpable por lo que el estaba pasando a Daniela, pero que sí debía responsabilizarse por lo que hizo y que tenía que cortar con eso inmediatamente. Le pregunté que si tenía pastillas en la casa y nos dijo que sí. Le dije que nos mostrara.
Subimos los tres con él a su cuarto, entramos, vimos que empezó a mover algunas cajas de zapatos que tenía en su closet y de pronto descubre un organizador de ropa, estaba lleno de bolsas de pepas de varios colores. Yo ni siquiera quise preguntarle eso qué era, o cómo se llamaban o qué efecto causaban; sentía que entre menos supiera era mejor, pero necesitábamos deshacernos de esas pastillas inmediatamente. Las cogí, ya me estaba dando la vuelta y de pronto me dice: “!Espera mami!” Va sacando otra caja y estaba llena de dinero. Yo casi me desmayo. Pero qué podía decirle si yo tenía una caleta muy parecida en mi closet. Manuel me miró de reojo; confirmé que él sabía de los dólares y en ese momento con un tono determinado le dijo a Mateo: “Nos ocupamos primero de estas pepas, y después pensamos qué vamos a hacer con esa plata”. Estábamos en esas cuando sentimos que viene Daniela, mientras entra a la habitación de Mateo, me dice: “Mami, ¿qué te parece si armamos el arbolito de navidad? Y nos encuentra a los tres con unas caras de susto; Manuel con las pepas en la mano y yo con la plata.