Daniela abrió esos ojos y nos miraba como esperando alguna explicación. Ninguno era capaz de decir nada. Finalmente fue ella quien rompió el silencio y con una voz temblorosa dijo: “!Mateo! ¿Entonces era cierto lo que decían de ti en el colegio? Yo siempre te defendí y dije que tú serías incapaz de hacer algo así. ¡No lo puedo creer!”. Mateo se acercó a Dani, le pidió perdón, le dijo que había sido un estúpido, que le había parecido divertido y que después había ganado tanta plata que no pensó en las consecuencias. Los dos hermanos se abrazaron, lloraron juntos y nosotros obviamente llorábamos a la par de ver semejante escena. Daniela preguntó que qué íbamos a hacer con esas cosas. Manuel le dijo que esas pastillas iban para el inodoro y que de la plata nos ocuparíamos después. Daniela en medio de su asombro, se me acercó, me cogió de la mano y me insistió: “Mami, vamos a hacer el arbolito y el pesebre”. Le dije que bueno. Dejé que Manuel se ocupara de esas benditas pastillas y me fui con la niña a buscar todo lo de la navidad.
Sacamos las cajas y empezamos a armar todo. Ella desde un principio estaba concentrada en el pesebre; buscó todas las figuritas y empezó con mucho empeño a armarlo. Al rato bajaron Manuel y Mateo. Daniela se le acercó a su papá, lo tomó de la mano como hizo conmigo y lo trajo, le entregó algunos adornos y lo mismo hizo con Mateo. De un momento a otro, estábamos los cuatro adornando la casa, poniendo bolas, luces, musgo, animales y casas. Era una escena extraña; todos estábamos en silencio, imagino que cada uno pensando en su propio problema, en la incertidumbre y el miedo que produce lo desconocido. Es como si Daniela nos hubiera invitado a hacer una meditación mientras tratábamos de traer algo de alegría a través de esas luces y de los adornos. Les pregunté que si pedíamos algo de comer, todos estuvieron de acuerdo y pedí pizzas para todos. Aparte del momento en el que cada uno opinó acerca del sabor de su preferencia, el silencio era el protagonista. Era muy extraño vernos en esa situación. Normalmente el momento de decorar la casa era un poco más divertido.
Me llamaba mucho la atención ver a Daniela tan dedicada al pesebre. Ella se apoderó de esa tarea y no le quitaba la mirada a la casita que estaba construyendo con todo el detalle mientras acomodaba a la virgen, a José, los animalitos y todo el resto de las cosas. Manuel se quedó mirándola y le preguntó que por qué estaba tan cautivada con esa tarea y ella le respondió que porque este año quería pedirle al niño Dios por ella y por su hermano para que nosotros pudiéramos estar bien y tranquilos. Se me partió el corazón en mil pedazos. Ahí estaban mis hijos cargando con un peso que no les correspondía, sintiéndose los seres más malos del universo, creyendo que por su culpa estábamos sufriendo y asumiendo una responsabilidad que era demasiado grande para ellos.
A ver, no me malentiendan, Mateo había tomado unas decisiones equivocadas, debía pagar las consecuencias de lo que había hecho, no es que estábamos pensando en premiarlo, pero ni Manuel ni yo podíamos escapar de lo que nos tocaba. Somos nosotros los adultos; ellos son niños que están en nuestras manos y nuestro deber es guiarlos, acompañarlos, escucharlos, entenderlos, no perderlos de vista. Cada uno se había fijado algunos objetivos y andaba haciendo lo que fuera por conseguirlos. Yo quería sacar adelante mi empresa y estaba dispuesta a hacerlo todo para lograrlo. Hoy cuando pienso en eso, digo, ok, si, esas son las razones superficiales por las cuales tomé esas decisiones, pero ¿qué había en el fondo de mi mente y de mi cuerpo para haberme llevado a traspasar cualquier límite vinculado a la moral, a mis principios, a mi educación? Por otro lado, pensaba mucho en las razones que llevaron a Manuel a querer experimentar con las drogas y con el alcohol. ¿De qué escapaba? ¿Cuáles eran sus temores? ¿Qué vacíos estaba tratando de llenar? Me preocupaban muchas cosas. Finalmente era una adicción y salir de ella no iba a ser tan fácil. Me daba pánico que no fuera capaz y siguiera en esas andanzas; no me sentía con las fuerzas para poder soportar un comportamiento de esos. Yo lo necesitaba al lado mío, sobrio y lúcido para sacar a nuestros hijos adelante; esa tenía que ser la prioridad y si él iba a seguir visitando a Becerra o iba a seguir frecuentando a Claudia, yo no iba a poder con eso. Me daba pánico tener que afrontar una situación de esas.
Al fin llegaron las pizzas, nos sentamos a comer, cruzamos algunas palabras; eran unas conversaciones a medias, sin profundidad, sin sentido, sin nada para aportar. Vi a Daniela sufrir mientras trataba de comerse un solo pedazo de pizza; se demoró casi todo el tiempo que estuvimos sentados allí. Nadie decía nada, todos nos dábamos cuenta, la mirábamos disimuladamente talvez porque no la queríamos hacer sentir mal o porque no sabíamos cómo actuar, qué decir. A mi me daban ganas de decirle: “Mi amor, cómete otro pedazo que no has comido nada”. Sin embargo, intuía que no estaba bien presionarla. Es tan difícil ponerse en los zapatos de una persona que sufre de un trastorno alimenticio; uno como que no entiende por qué no puede comer si es algo hace parte de una rutina diaria desde que nacemos, si es tan fácil inferir que si no lo hacemos nos enfermamos, que necesitamos combustible para seguir funcionando. Y la otra parte es que no sé por qué algunos papás negamos hasta la muerte lo que está sucediendo con nuestros hijos. Yo debí darme cuenta de lo que pasaba con Daniela hace mucho tiempo, pero es que es como si uno no tuviera la capacidad de aceptar que algo anda mal con un hijo. Es la negación total y absoluta.
Desde esa noche cada vez que nos sentamos a comer la atmósfera es distinta. La ansiedad se convierte en la invitada principal de cada comida. La que siente Daniela por tener que comer y la que sentimos quienes estamos con ella por pensar si esta vez si va a terminar, si va a aumentar un poco más la velocidad, si va a dejar de partir los alimentos en trozos pequeños, si de pronto se va a antojar de algo más, si va a dejar de balancearse mientras trata de ingerir lo poco que se lleva a la boca. Es una cosa realmente angustiante. Y por el otro lado Mateo convertido en un pusher. El cuadro de esta familia era aterrador. Desde donde uno lo mirara parecía un cuento de terror. Digamos que ya estábamos en camino de resolver; al menos ya había explotado todo y no quedaba otra cosa que tomar las decisiones necesarias para encarrilar el curso que yo anhelaba que retomara mi vida y las vidas de la gente que amo.
Quedaron algunos detalles pendientes, pero alcanzamos a decorar gran parte de la casa. Dani quedó feliz con su pesebre y eso me daba algo de esperanza. Cuando miraba sus ojitos pensaba que íbamos a salir de esto. Que sí íbamos a poder. Esa noche nos fuimos a dormir. Todavía quedaba pendiente el tema del dinero de Mateo, ya habían botado esas pastillas, pero de eso nos ocuparíamos al otro día. Nos fuimos al cuarto Manuel y yo; lo vi devastado, con la cara transformada, muy silencioso y pensativo. Verlo así me daba miedo; me parecía que en cualquier momento me iba a decir: “Ahora vengo”, y hasta ahí iba a llegar la poquita paz que me quedaba.
Se puso la pijama, fue al baño, se lavó los dientes, volvió a la cama y me dijo: “Sé que estamos bombardeados, pero tenemos un tema pendiente, el tuyo. No te quiero agobiar, pero si vamos a resolver todo esto que nos está pasando debemos afrontar todos los temas de una vez. Diana, después de que vi esos dólares hace rato en tu closet, volví de vez en cuando a buscar y encontré esa caleta que tienes llena de plata; eso que pasó con los anillos fue muy raro; nunca quedé satisfecho con esa historia tan rebuscada; yo traté de presionar con el tema del polígrafo y dejaste que llegáramos hasta el final con eso antes de contar lo que había pasado. Espero que me creas si te digo que no te voy a juzgar; sería el peor de los hipócritas. Tú no tienes ni idea de cómo me siento, me miro en el espejo y solo veo una basura, veo un asco de persona, un hombre fracasado, sin autoridad moral para nada. ¿Por qué crees que no fui capaz de decirle a Mateo algo? Porque en medio de todo, es hasta más bonito lo que él hizo si lo comparamos con lo bajo que yo caí. ¿Fumando bazuco, Diana? ¿Te parece que un tipo como yo esté de amigo de un pusher, de un drogadicto que me provee y me recibe en su casa para drogarme con él? No, Diana, sería el colmo si te señalara. Nada, absolutamente de lo que haya o esté haciendo algún miembro de esta familia, es peor de lo que yo he hecho. Entonces empieza por favor”.