Toda esta polémica que se ha generado por las denuncias contra la Gerente de la Feria Buró, me hizo pensar que hace muchos años fui víctima de abuso laboral y me quedé callada.

Creo que en general, fui muy afortunada durante toda mi carrera profesional en Colombia. Tuve jefes hombres y mujeres maravillosos de quienes aprendí un montón y con quienes siento no solo una gratitud infinita, sino que siguen presentes en mi vida. Gracias a las diferentes oportunidades que tuve y la diversidad de sectores en los que trabajé, conocí muchas personas, colegas, compañeros de trabajo con quienes todavía conservo una comunicación y hoy en día gracias a las redes, aunque no hablemos cotidianamente, estamos enterados de las vidas de unos y otros y nos alegramos mutuamente de las victorias que compartimos. Claro, nos rodeamos en los momentos difíciles también y nunca falta una palabra de apoyo cuando es necesaria.

Me encanta. Aprecio mucho la posibilidad de haber dejado un buen recuerdo en tantas personas y llevar conmigo tantos momentos en los que crecimos juntos mientras cada uno desempeñaba su rol al interior de esas empresas o instituciones en donde trabajé. Obviamente no a todo el mundo le gusté, a muchos les caí gorda, con otros me enojé, me alteré, cometí errores que seguro me costaron el haber perdido un contacto total. Me considero muy abierta, me encanta la gente, siempre me ha gustado socializar, pero también tengo un carácter, muchas veces me dejo llevar y no encuentro el balance para manejar diferentes situaciones.

En mi defensa, debo decir que ha sido un camino. Durante años, pero muchos años, fui una persona absolutamente pasiva. Tuve unos problemas de inseguridades – aún los tengo – muy potenciados y creía que no tenía otra alternativa distinta a aguantar y callar. Siempre fui de las que me creí el cuento de que si me contrataban en alguna parte era porque me estaban haciendo un favor y desconocía mis cualidades, capacidades y habilidades como profesional. La gente me veía como esa persona casi sin iniciativa que simplemente hace lo que debe hacer y ya. Me ponía brava en otros escenarios, criticaba, me lamentaba, pero era incapaz de decir de frente lo que sentía porque me daba físico miedo.

Fui funcionaria pública por muchos años en Colombia y fue en una de esas instituciones, en la primera donde trabajé, que fui víctima de un abuso laboral y hoy me cuesta creer que haya tolerado situaciones tan humillantes y un maltrato sistemático. Me costó, pagué un precio muy alto por quedarme callada y por aguantar semejante situación, pero solo hasta que me pasó aprendí y entendí que nadie, por ninguna circunstancia, en ningún contexto y bajo ninguna justificación tiene el derecho de agredir verbalmente a nadie, mucho menos a un colaborador, a un empleado.

Este monstruo es el típico jefe maltratador. Tiene el perfil que aparece descrito de forma impecable en los thrillers que consumimos y que nos dejan asustados pensando que esos personajes solo existen en la ficción. Un señor ‘educado’, profesional, impecable en su modo de vestir, perfumado, bien peinado, muy bien hablado y conocedor absoluto del sector en donde se desenvuelve. !Una Biblia! Lo llamaban de todas partes para consultarlo, con una agenda absolutamente ocupada y un trabajador incansable. Perfeccionista, narcisista e hipócrita. Frente a las visitas, sonriente, simpático, hasta divertido y sin visita una bestia que solo mostraba los dientes para morder y usaba sus gritos para amedrentar y amenazar a sus sirvientes.

Como buen perfeccionista y controlador, quería que todo funcionara como un relojito y no entendía de enfermedades, de incapacidades, de malestares, de incumplimientos de terceros, de fenómenos naturales, de nada. Las tareas se tenían que cumplir y punto. El terror era su herramienta. Los insultos y las humillaciones eran el fuete que tenía para hacerle creer a sus sirvientes que efectivamente si nos tenía ahí era porque nos estaba haciendo un favor, porque éramos tan brutos, ineficientes e incapaces, que nadie iba a contratarnos en ninguna parte.

Invertía con mucha disciplina su tiempo para trabajar la mente de sus empleados, humillarlos, bajarles la autoestima, sembrar miedo y hacerles creer que aunque se esforzaran, nunca sería suficiente y que si salían de ahí, no iban a encontrar nada medianamente parecido a una institución tan bien calificada como la que él dirigía y con tantos ‘beneficios’, entre ellos, celebrar los cumpleaños de los empleados para hacerlos sentir especiales o hacer un viaje colectivo en diciembre después de haber pagado obligatoriamente una cuota mensual de nuestro sueldo para ese objetivo y decir que a él le interesaba el bienestar de su gente. La gran mayoría, porque es posible que algunos digan que no, vivíamos con una angustia y estrés permanentes por los resultados de cada una de las tareas que debíamos realizar y el miedo era el denominador común.

Si de algo me sirvió haber pasado por esa institución fue para conocer gente maravillosa con la que hoy sigo en contacto. Compañeros de angustias y de lamentos que se convirtieron en algo más que colegas, en amigos. Compartíamos esa sensación horrible de ser maltratados. Todos sabíamos que no estaba bien, sin embargo, cada uno tenía sus propias motivaciones para seguir. Denunciar nunca fue una opción. Hubiéramos podido ir directamente al Ministerio del que dependía esta institución, radicar una queja, pero nadie lo hacía. De igual forma, con el Ministerio de Trabajo, pero las fuerzas no salían.

Aprendí mucho del tema que manejaba este ente, eso también fue una ganancia. Me hizo entender que mi trabajo valía la pena, que soy una buena profesional, que tenía iniciativa, aunque una vez cuando le propuse un proyecto, muy amablemente me dijo delante de todos mis compañeros y a grito herido: “Prefiero gastarme la plata en cucas antes que dársela para su proyecto”. Esas fueron sus palabras literales porque nunca olvidaré esa respuesta. Super querido, ¿no?. Muy decente. Pero continuando con mi lista de aprendizajes, supe que podía resolver los problemas, que podía cumplir con objetivos, que mi sentido de la responsabilidad es alto, y que soy una persona que merece respeto. En esa época vivía sola, tenía que pagar mis cuentas, un arriendo, y no podía salir corriendo y dejar tirado ese ambiente miserable. Aparte de realizar mis deberes diarios en ese manicomio, mandaba hojas de vida a todos los rincones posibles. Empapelé Bogotá con mi curriculum casi rogando por una oportunidad en donde fuera.

Irónicamente, recuerdo que una vez fui contactada de un ente público donde no había enviado mi hoja de vida, pero que había conocido por trabajo. Entré en contacto con ellos, estaban muy interesados en trabajar conmigo, pero me advirtieron que no querían tener ningún problema con el Director de la oficina donde yo trabajaba; así que me armé de valor, quise ser transparente y fui a hablar con él para decirle que estaba iniciando un proceso con esta entidad. Este señor con una actitud extrañamente simpatizante me agradeció que se lo hubiera contado, que estaba bien, que no tenía ningún problema. Mágicamente nunca más volví a a ser contactada de la otra parte, ni volví a recibir respuesta a mis mails o llamadas. Qué raro, ¿no?

En fin, ese personaje era como ese esposo maltratador que no hace sino quejarse de su esposa, decirle lo bruta, inútil, fea y despreciable que es, pero que cuando ella intenta irse y dejarlo, se enloquece y no la deja.

Fue tal el grado de estrés que alcancé, que empecé a sufrir de una dermatitis bastante compleja. Obviamente fui al médico, me hicieron todo tipo de exámenes hasta para descartar enfermedades graves teniendo en cuenta el grado de deterioro y de características que presentaba mi piel y ¡Qué sorpresa! El diagnóstico fue: estrés. A pesar de eso, yo me rehusaba a pensar que debía dejar ese trabajo. Creía que solo tenía que salir de vacaciones, (porque entre todos los abusos, el señor negaba la autorización de los períodos de vacaciones y los extendía hasta cuando a él se le daba la gana), yo decía que necesitaba descansar unos días, relajarme y ya.

La psiquiatra, sí, porque me tocó ir donde una psiquiatra, me dijo: tenga en cuenta una cosa: usted va a salir de vacaciones, pero cuando regrese va a encontrar exactamente el mismo ambiente. Nada va a cambiar y va a tener que seguir lidiando con ese nivel de estrés. ¿Cree que es justo para usted? ¿Cree que lo merece? En medio de esa cita tuve casi un ataque de ansiedad, lloré, grité, me calmé, respiré y decidí con el corazón en la mano que debía renunciar.

Dejé ese infierno. Salí casi huyendo de ese lugar, no sin antes dejarle saber a través de un correo electrónico que me ayudó a redactar un abogado mi inconformidad y malestar con su forma de comandar. Nunca recibí una respuesta. Entregué el apartamento donde estaba viviendo, regresé donde mi mamá, además porque la psiquiatra consideraba que no era bueno para mi estar sola, pasé días horribles en los que no quería salir a la calle, me sentía una fracasada, una persona que no tenía el carácter ni la fuerza para afrontar los problemas. Lloraba sin parar.

Pero me levanté y me recuperé más rápido de lo que pensaba. Cuando menos pensé, me llegó como por arte de magia una oferta de trabajo con otra institución pública de altísimo nivel a la que apliqué sin pensar y después de un proceso de selección y de varios filtros, fui aceptada. Me ganaba tres veces más de lo que me pagaban en ese infierno donde trabajé y desde ahí debo decir que mi carrera profesional tomó un camino en subida que me reafirmó la profesional que soy.

No todo fue color de rosa siempre porque los ambientes de trabajo no son perfectos, tuve otros bajones, otras sorpresas, pero las asumí de manera muy diferente. Superar mis inseguridades ha sido un proceso muy largo con el que aún sigo batallando, y que obviamente no solo obedecen a esa experiencia. Cometí y sigo cometiendo errores. Después de hacer las cosas sigo pensando que podría haber hecho algo mejor. Como todos, tengo unas fortalezas y unas debilidades en las que debo trabajar todos los días, pero aprendí lo más importante.

Nadie, llámese como se llame, tiene el derecho de pasar por encima mío, de mi integridad. Nadie tiene derecho a pisotearme, a ultrajarme, pordebajearme, gritarme o insultarme en ningún contexto, pero muchísimo menos, en un ambiente de trabajo. Jamás. A esos perros bravos hay que responderles, no igualarse, pero si responder con determinación y con carácter y hacer valer los propios derechos y exigir respeto porque si hemos llegado hasta ahí para desempeñar un trabajo, no es porque nos estén haciendo un favor. Es porque han identificado en nosotros las cualidades, capacidades y experiencia o habilidades para desempeñarlo. Y eso vale desde la señora de la limpieza hasta el que ocupa un cargo directivo.

Todos, sin excepción debemos ser tratados con respeto y debemos valorar el trabajo de nuestros colegas y subalternos. Debemos ser tratados con dignidad y actuar con humanidad. No se puede confundir un momento de estrés y de presión con un comportamiento sistemático. Es cierto, a veces pasamos por situaciones que nos pueden llevar a actuar de forma impulsiva, pero que esa sea la excepción. El que usa esos ataques para disminuir y para afianzar su poder de manera sistemática, aparte de no ser un líder, es una persona que se vale de un comportamiento destructivo para lograr sus objetivos y eso es lo que no se puede tolerar.

Es irónico. Nunca había hablado de esto porque incluso aconsejada por miembros de mi familia, me decían que no era bueno difundir estos incidentes por posibles ideas que se podrían hacer futuros empleadores y no estaba bien. Ahí está. De nuevo la invitación a callarse, a silenciar el maltrato, a no decir nada y pasar arrastrados como si las víctimas hubiéramos sido los victimarios.

Para terminar este post, que está cerca de convertirse en un libro, lo digo por la extensión, debo decir que me alegra que haya explotado lo de Buró. Que me emociona mucho que se evidencien los maltratos de los jefes porque eso NO está bien. Que uno en la vida debe asumir las consecuencias de las decisiones que toma. Por las múltiples denuncias que han salido a flote de ex empleados y expositores de la Feria Buró, lo que hay ahí es un comportamiento, no una excepción. No fue un momento de estrés, no fue una consecuencia del cansancio. La gerente de esa feria y su madre se comportan de esa manera y maltratan a la gente que les ha ayudado a hacer su sueño realidad, como la señora María Alejandra Silva tanto lo divulga y repite hasta el cansancio.

Esperaría que esto sirva también para que la gente tome escarmiento y lo piense dos veces antes de tratar mal a sus trabajadores. Si las denuncias se acumulan en el Ministerio de Trabajo, las archivan y no pasa nada, ahora las herramientas están ahí para sacar a la luz estos comportamientos inaceptables y que no se pueden consentir. Basta ya del maltrato y el abuso en los ambientes de trabajo. Basta!