Un día cualquiera estaba en mi oficina, en el 5o piso del Edificio Uriel Gutierrez de la Universidad Nacional, en la Oficina de Relaciones Internacionales, cuando recibí un mensaje de un amigo del colegio que decía: “Tati, te tengo una cosa que te puede interesar! Cuándo nos vemos y te cuento!” Obviamente quedé muy intrigada y no dudé en hacer una cita con él mientras mi mente atravesaba cualquier cantidad de escenarios: desde un trabajo nuevo, pasando por algún prospecto masculino, hasta una echada de perros o en el peor de los casos: proyectos multinivel.

No era ninguna de las anteriores y en cambio fue, sin saberlo, lo que originó el radical vuelco de 180 grados de mi normalísima vida. Andrés quería compartir conmigo la existencia de un maravilloso proyecto ambiental del que me enamoré e hice parte como voluntaria durante un período. Quién iba a pensar que las acacias, esos árboles de hojas largas verde alma, los mismos de la canción famosa, los también conocidos como Mimosas, me llevarían hasta Italia!!!

Sí, porque fue a través de este proyecto de reforestación que conocí a mi esposo; ambos conectados con el medio ambiente, con los árboles, con Pearl Jam y con facebook, comenzamos a mensajearnos, nos encontramos en Bogotá y desde ese instante no nos volvimos a separar, al menos de corazón. El tuvo que regresar a Italia, después yo vine de vacaciones, pasamos la navidad en Venecia, el año nuevo en Paris, al cabo de unos meses nos encontramos en Miami y finalmente dijimos: Vamos a estar juntos! Para eso, debíamos casarnos.

Yo que durante años dije que el matrimonio no era para mí, que me encantaba mi independencia, mi trabajo, lo que había logrado como profesional y como mujer. ¡Cuántas veces no repetí: Qué tal yo con uno que me diga lo que tengo que hacer! ¡Qué tal yo dando cuentas de mis movimientos! ¡Qué tal y qué tal! Y me comí mis frases; no solo me casé con un italiano, dejé mi trabajo, mi familia, mis amigos, la vida que conocía, las calles en las que crecí, toda una historia, sino que a mis 39 años llegué a gatear al otro lado del océano. Tuve que aprender a hablar, a caminar, a orientarme, a manejar, a mercar, a hacerme cargo de una casa, a lavar, planchar, cocinar, barrer, sacudir y todas esas cosas que hacen las amas de casa.

Y no es que en Bogotá viviera en medio de una pocilga, no. Es que tuve siempre la fortuna de tener personas que realizaran todas esas tareas por mi. Gracias a mi trabajo, pude pagar siempre los servicios de estas maravillosas mujeres que hacen las limpiezas y se ocupan de los cuidados de las casas. Debido a mis horarios laborales, regularmente comía por fuera; desayunaba en mi oficina y al medio día, dependiendo del día, pasaba por corrientazos, sanduches, comida rápida, almuerzos de trabajo o lo que más me gustaba: los almuerzos con amigas en restaurantes fancys para actualizarnos, hablar de la vida, rajar del ambiente de oficina, fantasear y botar carcajadas de mil bobadas. Al final del día, atravesar la ciudad para volver a casa a descansar y al otro día… hágale otra vez! 

Y un día me desperté en medio de gente que hablaba al mismo tiempo y más que yo, pero en un idioma que no entendía, en una casa que no conocía, en un barrio que no era el mío, entre un mar y unas montañas que ni siquiera podía ver aunque brotaran al frente de mis ojos; sin licencia de conducción, ni documentos de identidad, sin salud, sin trabajo, sin certezas de nada. Lo único que me acompañaba: mis chiritos y el hombre más maravilloso del mundo. Ahí, ese día, ese instante, comenzó la verdadera travesía de mi vida.

Ps. Es increíble lo que hace la nostalgia. Sin duda, la primera canción que se me vino a la mente después de escribir esta preámbulo de mi vida en Italia, fue “Las Acacias”. Bello poema del español Vicente Medina musicalizado por el colombiano Jorge Molina, convertido en un hermoso pasillo que me arrulla mientras recuerdo a mis abuelos cantándolo a todo pulmón.